Salgo de la noche, se inicia el día en Vacarisses. Son las siete de la mañana, estamos en el kilómetro 69, y llevo 16 horas caminando, quedan 12 kilómetros. Me llama por teléfono Emilio para preguntarme si me gusta bajar o subir. Emilio hizo la Matagalls durante 15 años y hoy extraña la ruta; cuando me habló sobre ella la primera vez pensé que era una locura; y es hoy cuando entiendo la locura como mía. Por eso me llama durante el recorrido, para darme ánimos y probablemente revivir aquellos años. Quizás quiere imaginar el sitio en el que estoy y recordar. Me gusta bajar, le digo, y quería decirle que siento mucho no haberle entendido en los noventa cuando me hablaba de la Matagalls con su entusiasmo.
Llegar a Vacarisses significa una bajada técnica de esas que me gustan, sendero muy estrecho, que serpentea entre árboles, con raíces en el suelo en los que puedes tropezar, con ramas que atraviesan el sendero a la altura de tu cabeza, con piedras pequeñas que ruedan si las pisas, con escalones que te paran pues hay que ver bien donde vas a pisar. Todo esto a oscuras. Iluminado con tu frontal, es decir, con un círculo luminoso delante y el resto en la oscuridad de la noche.
Esa bajada me gusta, si. Te exige al máximo pero está entre las variables que tu cuerpo y tu cabeza entienden. Pero al llegar al control 8, Carena Hostal de la Creu, desde el cual queda una bajada infernal hasta Monistrol, me arrepentí de haberle dicho a Emilio que me gusta bajar. Esa bajada, que precede la subida a Montserrat, es muy dura. Una bajada infernal para una subida celestial.
La crónica de la Matagalls - Montserrat se puede resumir en este tramo final, la bajada a Monistrol y la subida a Montserrat, entre el km 75 y el 81 final.
Todo lo anterior ha sido una larga sinfonía con sus movimientos, y su estructura y tiempos diferentes. Todo lo anterior trata de la vida mundana. Que me duele esto o lo otro; que tengo sed, hambre, frío; que me aburro; ¡ey! ¡que me he quedado solo!; que no sé qué posición de luz es mejor en mi frontal; pero este señor ¿no es el que pasé hace un rato?; pobres perros encadenados y hambrientos; conversaciones de hombres y mujeres que caminan, cada quien con sus colores, sus banderas, sus atavíos. Todo, digo, son movimientos musicales de una sinfonía humana. La vida misma tal cual que transcurre entre pistas y senderos en sus casi seis mil metros de desnivel acumulado.
Pero todo esto acaba en el control 8, Carena Hostal de la Creu, donde se inicia la bajada a Monistrol.
Bajada infernal. Con 75 kilómetros en el cuerpo ahora hay que bajar saltando piedras, con escalones altos, durante un kilómetro y medio. Y en cada paso hay un algo del cuerpo que se va definitivamente. Empieza el vaciado. Todo el mundo cotidiano que reconoces en los 75 kilómetros anteriores van desapareciendo. Ahora es cada uno con sus restos. Como si te sentaras delante de alguien, el diablo, y le contaras tus culpas, tus sufrimientos, hasta quedar liberado. En cada salto vas dejando trozos de tu vida, de la que queda. Monistrol, un pueblo de tres mil habitantes debajo de la maravillosa e imponente montaña de Montserrat, te espera.
Subida celestial. Son las 9h27. Desde Monistrol hasta el monasterio son cinco kilómetros de subida. Llegué a las 10h46. A 16 minutos cada kilómetro. Tu conversación con el diablo ha quedado atrás y ahora es dios mismo quien te interroga. Todo parece llevadero hasta el control 9, el último, a tres kilómetros de la meta. Los voluntarios te animan, cantan, comparten su euforia. Pero pasamos de ellos, estamos concentrados en el final de la sinfonía.
La cúpula celestial es de un azul sublime. El sol calienta y el cuerpo se baña de sudor. La subida es colosal. Aunque no es subir, es alcanzar el cielo por el camino más directo. Mientras subía, escribía esta crónica maravillosamente. Pero no con estas palabras. Era poesía pura lo que mi cabeza creaba. Pocas veces en mi vida he vivido estos momentos de éxtasis y de inspiración.
El mundo terrenal iba quedando abajo diminuto, lo veías claramente; con sus calles, sus coches, sus carreteras, su vida en común. Hacia arriba estaba la montaña, el cielo, la luz, la piedra inmortal. Subía exaltado, sin pausa, sin descanso, diría, incluso, sin dolor. Lo que recuerdo de mi poesía mental es que arriba habría igualmente derrota. Yo intentaba una victoria, por eso iba de prisa; los que me precedían intentaban una victoria, todos unidos en fila queríamos decirle a alguien que queríamos conquistar el cielo, la montaña, o a dios mismo. Pero arriba cada quien iba a llegar derrotado, sin aire, sin culpas, sin músculos.
En los últimos metros, unas escalinatas cementadas que dan acceso al monasterio de Montserrat, iba yo vacío. En la parte final de la subida había ya dejado todo fuera de mi. Vacío. Una mujer joven que esperaba a su amigo gritaba de alegría alrededor de él. Le hacía fotos, lo hablaba con felicidad, pero el hombre acababa sus metros finales indiferente, en línea recta, sin decir nada, vacío como yo.
A mi no me esperaba nadie; mejor, habría visto un cuerpo vacío. Me esperaba una huelga de trabajadores de la cremallera y tenía que volver a pie hasta Monistrol.
Así terminé nuevamente agnóstico y ateo. Tengo que encontrar la manera de registrar la poesía que sale de mi en ese estado de exaltación. Por si eso vuelve a ocurrir. Será el próximo año, claro. Eso espero.